Un casco por almohada pdf




















Te atreves a conocer La Verdadera Profecia? Tells the story of Mariano, a veteran political boss, who climbed from the gaucho class to a position of wealth and power maintained by terror and tightly controlled elections.

We witness his decline through the eyes of his grandson, Adolfo. Keeping company with Gustavino, Mariano's henchman, the young man sees for himself the violence his grandfather imposes on his empire, and grows to hate the old man, delighting in his inevitable bad fortune. The VOX Spanish and English School Dictionary is a practical reference edited to serve the classroom needs of beginning and intermediate students--either English-speaking students of Spanish or Spanish-speaking students of English.

Recounting his service with the 1st Marine Division and the brutal action on Guadalcanal, New Britain, and Peleliu, Leckie spares no detail of the horrors and sacrifices of war, painting an unvarnished portrait of how real warriors are made, fight, and often die in the defense of their country.

From the live-for-today rowdiness of marines on leave to the terrors of jungle warfare against an enemy determined to fight to the last man, Leckie describes what war is really like when victory can only be measured inch by bloody inch. Unparalleled in its immediacy and accuracy, Helmet for My Pillow will leave no reader untouched. This is a book that brings you as close to the mud, the blood, and the experience of war as it is safe to come. Percy Jackson is a good kid, but he can't seem to focus on his schoolwork or control his temper.

And lately, being away at boarding school is only getting worse-Percy could have sworn his pre-algebra teacher turned into a monster and tried to kill him. Books Mi Casco Por Almohada. Mi casco por almohada Robert Leckie. Todo termina con un grito. Todos levantamos la mano. Llevaba el uniforme azul de los marines. Encima, la estrecha chaqueta reglamentaria color verde bosque.

Gracias, sarge. Lo llamamos «sarge». De eso se trataba: pasarlas canutas. Los que deseaban dormir pudieron echar una cabezada en el suelo mientras el tren atravesaba Virginia y Carolina del Norte. Pero fueron pocos. Las canciones y la charla eran demasiado emocionantes. Los estadounidenses tienen esa debilidad. Muchachos… Quiero deciros algo. Entonces nos hizo formar con nuestras torpes ropas de paisano y marchamos hacia el comedor.

Thrip-faw-ya-leahft, thrip-fawya-leahft. Nunca me ha sonado mejor que como lo entonaba nuestro sargento. El sargento mayor nos condujo hasta el edificio de intendencia. En intendencia hacen a los soldados, marineros y marines.

En su presencia, te desnudas. Te lo arrancan. Como si volcaran sobre ti una monstruosa cornucopia y cayera sobre tu cabeza una lluvia de gorras, guantes, calcetines, zapatos, calzoncillos, camisetas, cinturones, pantalones, guerreras. Aquello era la selva. Y siempre las marchas. Aquello era una locura. Pero era disciplina. Todo era disciplina. No es una actitud que pueda trasladarse al mundo civil, pero no puede haber otra mejor para enderezar las espaldas de los civiles.

No soy demasiado alto, pero tampoco soy ligero. La cadencia que marcaba cantando nunca se alteraba. Si ellos vacilaban, rompiendo filas al borde del agua, se lo llevaban los diablos. En conjunto, los sargentos no eran crueles. El recluta lo hizo. Se trata de un proceso de entrega. Incluso en el comedor descubrimos que nada importaba menos que lo que le gusta o no le gusta a un hombre. Esto es demasiado.

Si te sientes deshecho en Parris Island, destrozado en esas pocas primeras semanas, es en el campo de tiro donde empiezan a formarte de nuevo. Y siempre son dientes nuevos. Por fortuna, yo no estaba sentado en ese momento. Pude ver la sorpresa. Aullidos de amarga sorpresa y angustia saludaron el paso de aquel barco encendido bajo los blancos traseros colocados en serie de mis amigos.

Nos vacunaron en el campo de tiro. Vacunarse es inhumano. Nos esperaban dos filas de sanitarios de la Marina situados de cara, pero escalonados de forma que ninguno estuviera directamente frente al otro.

Atravesamos esa avenida. Eso ya fue demasiado, incluso para el Luchador. Sigue adelante. Entonces intervine yo. Le han puesto cuatro inyecciones. Cada uno de ustedes le ha puesto dos. Vieron el inconfundible disgusto en los rudos rasgos del Luchador y una sonrisa contenida en mi cara.

No se trataba de vituperar. Los marines tienen que aprender a disparar de pie, tumbados y sentados. El fusil se sujetaba con la mano izquierda, en el centro o «equilibrio de la pieza».

De otro modo, nada. Era demasiado tarde. Ahora la derecha. Vaya, vaya. Era el tipo a mi derecha. Di un respingo. El fusil es el arma del marine. Yo era un marine.

Subimos nuestros petates a los camiones de suministro. Cargamos nuestros macutos. Formamos alegremente en la acera ante los barracones. Berrido nos hizo formar. Nos hizo presentar armas. Nuestras manos, al golpear las correas de los fusiles, sonaban seguras.

Rompan filas. Suban a esos camiones. Nos montamos. Los camiones partieron en silencio. Llegamos a New River de madrugada. Todo estaba oscuro. Nos detuvimos en un extremo, mientras un suboficial nos llamaba por nuestros nombres.

Un oficinista me hizo sentarme ante su mesa. Todos esos detalles secos que no dicen nada de nadie. Primero de Marines. Las respuestas se ignoraban. A nadie le preocupaban las competencias civiles. Sus galones brillaban. Pero con tanta urgencia, la experiencia, aunque sea breve, es preferible a no tener ninguna. Eran la Vieja Raza. Como ayudante de artillero, yo cargaba con el arma, un trasto de metal de unos diez kilos. Era tremendamente competitivo. Era procaz. Prohibido pensar.

Nos alimentaban la cabeza con otras cosas, nos daban abstracciones como las Cuatro Libertades. Si un hombre debe vivir en el barro, pasar hambre y arriesgar su vida, hay que darle un motivo para que lo haga, hay que darle una causa. Sin causa, nos volvimos burlones. No este agujero. Haciendo ejercicios con la bayoneta, dos filas de hombres enfrentados.

A una orden, las dos filas se enfrentaban. Pero no le gustamos al sargento. Luego la culata. Fue embarazoso. Tampoco volvimos a ver ninguna otra sombra de inferioridad tan indecorosa. Risitas e Indiana iban a la cantina. Para el Roble, eso era la vida: los dados, las cartas, la brillantina. Son historias que suelen inventarse hombres que no combatieron nunca.

Nos vamos a los pantanos. Comprueben el equipo. Nos pusimos a preparar nuestros petates. Y entonces, por primera vez, los oficiales empezaron a divertirse jugando a los soldaditos. A cada hora, al parecer, el sargento Carafina nos daba una orden nueva, ahora confirmando, ahora contradiciendo las instrucciones anteriores de marcha. La voz ronca de Risitas intervino, la calidad de su humor suavizaba la respuesta. Abrimos nuestros petates, los reagrupamos y luego nos los cargamos a la espalda.

Tal vez diez kilos. Incluso en esto, los hombres son muy diferentes. El macuto de un soldado es como el bolso de una mujer: un claro reflejo de su personalidad. Formamos delante de los barracones. Y a los pantanos nos fuimos. El camino desembocaba en uno de esos canales que entrelazan esta zona de Carolina del Norte y son parte del sistema de canales interiores. Subimos como pudimos a las barcazas y nos sentamos con la cabeza justo por encima de la borda, los cascos entre las rodillas.

Nos dirigimos hacia la orilla. Entonces se produjo una brusca sacudida, seguida por el sonido aplastante de la quilla al hundirse en la arena. Lastrados ahora tanto por el agua como por el equipo, corrimos hacia la playa. Lo hicimos. Cuando recorrimos renqueando la distancia, llegamos a un denso pinar. Ni siquiera maldecimos a los oficiales. Pronto nos pusimos a buscar pinocha para colocarla debajo de nuestras mantas. Una manta verde oscuro arriba, otra debajo y, por debajo de todo, el fuerte olor de tierra y pinocha.

Cuando clavamos nuestras tiendas es decir, cavamos alrededor de ellas para que el terreno del interior de la tienda permaneciera seco , nos llamaron para comer. Pero esas maldiciones, aun grandiosas en su vulgaridad, son imposibles de reproducir. Entonces a los hombres a los que les encantaba afilar sus hojas sacaban las bayonetas y despellejaban al bicho.

La carretera estaba a medio camino. Estaba llena de garitos. El sexo estaba carretera arriba, en Morehead City y New Bern. Las peleas eran habituales en La Linterna Verde. Tuvimos nuestra primera aventura en otro de los baretos. Las cajas estaban apiladas al fondo de la sala a plena vista. La puerta abre hacia adentro. Saldremos agachados y sacaremos una de las cajas. No puede ver por encima de la barra. Se la birlaremos delante de las narices y, cuando lleguemos cerca de la puerta… a levantarse y a correr.

Cuando la alcanzamos, nos pusimos de rodillas, aseguramos la caja entre los dos, nos medio incorporamos y salimos disparados por la puerta abierta como gemelos siameses. Era el propietario. Simplemente tensaba su presa sobre la pistola. Mis ganas de bravatas desaparecieron. El Risitas y yo cogimos la caja, la llevamos de vuelta cruzando la carretera, mientras el propietario nos apuntaba con la pistola. Siempre las chicas. Pronto dejamos de regresar a la base. Nos pusieron en filas ordenadas, como soldaditos de plomo, junto al canal, a la sombra de nuestro barco de pega.

Nos ordenaron ponernos firmes. Era el secretario. Nos apoyamos en nuestros fusiles. El rostro del mayor se puso rojo como el atardecer en el mar. Volvimos al relativo lujo de los barracones, los comedores, las cantinas. Y nos alegramos por ello. Los permisos de sesenta y dos horas, desde las cuatro de la tarde del viernes al toque de diana del lunes, comenzaron a sucederse. Inmediatamente las ciudades cercanas perdieron su atractivo y empezamos a irnos a casa.

El tren era lento e irregular. Entonces casi volaba: ciento veinte, ciento treinta, la velocidad que pudiera alcanzar mientras el pedal se apretaba a fondo contra el suelo.

Los trenes a Nueva York siempre estaban abarrotados. Lo hizo de noche. Llenamos nuestros petates con todas nuestras ropas de sobra y nuestros efectos personales. No puedo recordarlo todo y, ahora, lamento no haber tomado notas. Pero perdimos el sol en las brumas de San Francisco. Llegamos al muelle, rodeados por las colinas marrones de Berkeley. Nos llevaron al George F Elliot. Nuestro barco. Un barco de esclavos. Lo odiamos. Todos eran uno. Pero todos eran lo mismo: manchados de lujuria o agotados por la ansiedad.

Arriba, en lo alto del brillante puente mojado, un centinela con un poncho y un casco de plato, el fusil como un bulto a su espalda. Me saludaba. No eran grandes llamas, llamas envolventes: nos sentimos decepcionados. Nos gritamos con furia el uno al otro. El George F. La boca de mi fusil empujaba mi casco contra mis ojos. Debajo, las lanchas de desembarco se agitaban con la corriente. El bombardeo terminaba. El canal Sealark estaba repleto de barcos nuestros.

A la izquierda, a mi oeste, se hallaba la enorme isla de Savo. Los marine raiders y los paramarines ya estaban enzarzados en Tulagi. Las redes terminaban un metro por encima de las lanchas de desembarco. Pero todos lo conseguimos sin problemas. Entonces pude ver las oleadas de ataque que se formaban cerca de los otros buques. Ya no rezaba. Aquello era un veloz y cambiante caleidoscopio de forma y movimiento y color. Pronto estallaron las risas y los chistes. Formamos pelotones y nos pusimos en marcha.

Dejamos nuestra inocencia en Red Beach. La guerra continuaba. Volvimos a cruzarlos. Subimos colinas. Nos internamos en la jungla. Los oficiales se mostraban inquietos. Entonces, en el frescor pegajoso del bosque tropical, nuestros uniformes oscurecidos por el sudor se aferraban a nosotros con helada tenacidad.

Abre la chaqueta, Lucky, y dale a todo el mundo un trago. Por primera vez en mi vida, estaba experimentando sed de verdad. Refrescados, saciados, reemprendimos la marcha. Levantamos una defensa apresuradamente. Nos lanzamos sobre nuestras armas, las bocas abiertas en la oscuridad.

La jungla susurrando. Luces apagadas de momento. No era un guerrero, no era un veterano curtido en cien batallas.

Avanzamos hacia el enemigo con el sigilo de un circo. No vimos al enemigo. Las luces eran las bengalas del enemigo. Los motores zumbaban en las alturas. Hubo destellos de luz roja y blanca con explosiones estremecedoras.

Los japoneses estaban consiguiendo una de sus mayores victorias navales. Las bengalas se usaban para iluminar la batalla. En un momento determinado, los japoneses encendieron sus reflectores. Luego maldijo. Los tractores anfibios empezaron a repartir agua y latas de comida. Los hombres estaban recortados contra la oscuridad. Tras ellos, bajo el horizonte, el sol reflejaba un brillo mortecino.

Tomamos posiciones defensivas. Establecimos la guardia y nos fuimos a dormir. El robo de provisiones era el mejor. Es glorioso beberse el licor del enemigo. Tal era el poder del sake. No necesitaba ninguna autoridad. El Roble no duraba mucho con la cerveza. Juguetona, la ola se retiraba de nuevo y le dejaba hacer. Tal era el poder de la cerveza japonesa. Las unidades navales enemigas empezaron a aparecer en el canal.

Caralisa estaba borracho de sake. Se lo llevaron detenido. Nos mandaban detenernos escalonadamente cada diez metros. Nos metimos en las madrigueras.

Nos tumbamos y esperamos. Una oscuridad impenetrable. Era yo. Una eternidad. Aquellos cuencos eran mejores que nuestros platos con su exasperante capacidad de hacer que toda la comida supiese a metal. Se esperaba la llegada del enemigo. Normalmente, el Tenaru estaba estancado, la superficie cubierta de espuma y hongos: maligno, como ya he dicho, y verde. El emplazamiento de la ametralladora del Caballero estaba excelentemente situado para dominar el bosque de cocoteros del otro lado.

Nadie se fue a dormir. A nuestra derecha se produjo una descarga de fusiles. Las estrellas se desvanecieron. Como nuestras voces, los hombres empezaron a apagarse e irse a dormir, envueltos en sus ponchos y tumbados en el suelo a unos pocos metros del foso.

El bosquecillo de cocoteros era tierra de nadie. Las luces se agitaron y se serenaron. Las luces se apagaron. Aquello fue ya demasiado. Todo el mundo estaba despierto. Se produjo otra descarga. Otra vez. Los chirridos cesaron. Ellos me ignoraron y siguieron disparando. Nos arrastramos por la orilla, la noche vibraba con el furioso zumbido de las balas.

Aquello era el infierno. Hirieron a su ayudante. Parece que nos tienen a tiro. Los dos coincidieron: el aumento del bombardeo de nuestros morteros y la llegada de la luz.

Lo hizo. A la derecha los tanques ligeros cruzaban el banco de arena, liderando un contraataque. Nos lanzamos a nuestros fosos y nuestras posiciones. Cayeron todos menos uno. Algunos japoneses se lanzaron al canal y nadaron huyendo de aquel bosque de horror. Se lanzaron uno tras otro. Sus cabezas flotaban como corchos en el horizonte.

Algunos dispararon. Esperamos, tensos. Se notaba especialmente en los hombres de ojos marrones. Amontonados de tres en tres.

Estaban locos. Se lo contamos. Tengo que escribir esas cartas. Luego Indiana y yo nos fuimos a la playa. Saqueaba hasta las bocas.

Supuse que era el reflejo del sol en las insignias de un oficial. El agua estaba cubierta de suciedad. Me faltaban tres metros para alcanzar la orilla. Ninguno de los muertos era oficial. Luego me fui a comer. Era el cocodrilo. Sus crujidos nos mantuvieron despiertos. El olor nos mantuvo despiertos. El olfato, el sentido que tan poco valoramos, se muestra muy susceptible a los agravios. No te da descanso. Despierto su apetito por la carne, se paseaban diariamente por el Tenaru.

A veces te quiebra fatalmente: un hombre agazapado en la trinchera bajo el bombardeo de un destructor puede llevarse la pistola a la cabeza y poner fin a sus preocupaciones. Pero al rato. El valor era lo normal. Los barcos enemigos —normalmente cruceros, a veces acorazados— se apostaban en la costa.

Nuestros aviones no pueden despegar de noche para recibirlos. Nuestros obuses de 75 mm son tan efectivos como escopetas de feria. El enemigo hace lo que quiere. Salimos de las trincheras. Otro lo llama idiota. Pero a nadie le importa. El hambre nos debilitaba. Una vez, al regresar de una cuadrilla de trabajo, los bombarderos aparecieron de repente. Pero en realidad las redes llegaron demasiado tarde. Ya nos estaba devorando la malaria. Trajeron suministros. Nos la jugamos.

Todo el mundo estaba desesperado. Risitas y yo visitamos el cementerio. Nunca la capturamos. Tuve que abofetearlo. Volvimos a sentarnos de nuevo en la oscura trinchera, esperando. Indiana estaba apoyado contra el tronco, tallando un palo.

Anoche vinieron contra los raiders, como ya hicieron contra nosotros. Cierto, nosotros los derrotamos. Pero cada vez perdemos un poco. Cada vez perdemos un par de cientos de hombres. La vida les sale barata. Cada noche Lavadora Charlie se lleva un par. Nunca has estado tan bien. No estoy bromeando. Nos van a ir desgastando. La victoria era posible: eso era todo. Y los hombres. Pero eso es sacrificio, voluntariedad. No te la comas. Ardiente como el infierno. Nuestra estancia en los llanos fueron como unas vacaciones entre semana que te salvan del tedio laboral.

Un descanso, unas vacaciones de invierno. Secos, calentitos y encima de la tierra. Sus camas estaban a una docena de metros separadas en los matorrales entre las trincheras y la jungla. Era Yardas, con la voz ahogada tratando de contener la risa. El cangrejo de Indiana. Se ha vuelto a colar, ha cortado la cuerda y ha pinchado a Indiana en el culo.

Eso debe haber sido una bomba de quinientos. Ya los tienen. Los han hecho huir. Si te toca, te toca y no hay nada que se pueda hacer. El destino era la norma en Guadalcanal. Casi no se puede rebatir el fatalismo. Diles que no te lo crees cuando dicen «Te vas cuando te toca». La primera andanada fue tan repentina e inesperada como un terremoto. Maldiciones cargadas de odio en la oscuridad, los pies corriendo hacia la trinchera, apretujarse y empujar a la entrada como los neoyorquinos en el metro.

Yo mismo los he visto —era Risitas, gesticulando airadamente con una mano mientras se colgaba con la otra una bolsa blanca al hombro—. He estado en la playa… en Lunga Point. Los he visto desembarcar. El gran bombardeo naval era para ellos. Empezaron a cavar y a esparcirse por la playa. A uno de sus oficiales se le ocurre una idea brillante y, a la primera de cambio, corren a ponerse a cubierto en la jungla.

Risitas hizo una mueca. Aquello fue la monda. En cuanto los soldaditos se piran, toda una horda de marines sale corriendo de la jungla. Me hizo sentirme como un capullo. Los dejamos en los llanos. Nos condujo a la punta sur de la ballena donde el morro se curvaba hacia la jungla. Eso es Grassy Knoll.

Se los espera esta noche. Aquello era una trampa. Una trampa, trampa, trampa. Nos miramos unos a otros. Emplazamos la ametralladora sin decir palabra. No dije nada. Una cosa es morir, otra morir en vano.

Debajo, la jungla se agitaba inquieta. Empezamos a maldecir. Nos trasladaremos a lo alto de la colina. Vamos a subir, vamos a emplazar la ametralladora en lo alto de la colina. Esto es una trampa. No nos molestamos en tratar de arrastrarnos con nuestra molesta carga. Esperamos a los hombrecitos amarillos, a que la silueta de sus cascos en forma de seta se recortara contra la negra masa de la jungla.

Se hicieron fuertes tras nuestras grandes trincheras, tras nuestras alambradas y en nuestro campo de tiro y masacraron a los japos. Limpiamos ambos lados de los barrancos. Aplanamos el terreno y lo cubrimos de alambrada. Sembramos la jungla restante de bombas trampa hechas con granadas de mano.

Mientras tanto, un sol terrible nos atacaba. A veces el pus se acumulaba hasta extremos dolorosos y entonces Red, nuestro enfermero de combate, sacaba un mellado escalpelo de su equipo y hurgaba la herida. Pero reaccionaban de forma diferente.

Siempre lo llevaba puesto. Lo llevaba por miedo al calor y por miedo a las bombas. Planeamos librarnos del casco. Lo echaremos a suertes. Las sorpresas gemelas de perder el casco y escuchar el sonido del arma hicieron que Red se pusiera en pie como impulsado por un resorte. Sin embargo, continuaban viniendo. Igual que los soldaditos del Regimiento.

Pero los japoneses continuaban viniendo. A veces los viejos Airacobras despegaban y enfilaban los buques de transporte para bombardearlos y ametrallarlos. Pero continuaban viniendo. Continuaban viniendo. Esperamos a que el Zero volviera. Pero todos estaban llenos. Nunca hablaba mientras bajaban a nuestra colina frenando el paso, pero a Recuerditos le encantaba el revuelo que causaba su presencia. Te doy diez pavos por ese saquito de Bull Durham que llevas al cuello. No te cortes. Y eso fue hace tres meses.

Y lleva saliendo en patrullas continuamente desde entonces. La colina era demasiado resbaladiza. La lluvia. En esos momentos, tu cerebro parece que deja de funcionar. El agujero se llenaba de agua que atravesaba el camastro y me empapaba. Tan bien y fresquito. Una crisis nunca se produce sin ser precedida por el falso optimismo. Mirad al canal. Subimos corriendo hasta la cima del risco, donde se desplegaba el enorme panorama del norte de Guadalcanal, el mar y las islas cercanas.

Nos abrazamos unos a otros y bailamos: Risitas, Yardas, Indiana, el Roble, todos nosotros. Entornamos los ojos para buscar un atisbo de los buques de transporte. Entonces nos hicimos la pregunta. Por fin todos se arrastraron a sus agujeros. Los proyectiles se alzaban, terribles y rojos. Trazadoras gigantescas cruzaban la noche en arcos anaranjados. Nuestra isla temblaba con el sonido de sus poderosas voces.

Aquello fue electrizante. Los aviones no dejaron de tronar sobre nuestras cabezas. Ser liberado es nacer de nuevo. Nos retiramos a sentarnos en la colina. No te puedes fiar de nadie. Pronto no tuvimos necesidad de hacerlo con sigilo. Las carreteras se llenaron de saqueadores como nosotros, las pistolas colgando en las caderas o los fusiles al hombro, todos camino de la alambrada como la multitud va camino del Yankee Stadium.

Nos dedicamos entonces a los barcos. A menudo nos gritaban con furia. Sabe que va contra las reglas subir marines a bordo. De mi pueblo. Somos el blanco de todas las miradas. Les encontramos droga. Se colocaban antes de los ataques y luego se lanzaban contra ti al grito de banzai. Nos miramos el uno al otro y estallamos en carcajadas ante la posibilidad de poner en un brete a los marines del Octavo. Mi cuchillo era muy afilado y no tuve ninguna dificultad para cortar las lianas y enredaderas que me bloqueaban el paso.

Tuve que ensanchar la abertura para dejar entrar la luz y el aire. En sus laterales pude leer que casi todo eran cigarrillos. Sin mirar las cajas restantes, espoleado por las voces de Risitas y los centinelas, me puse a la tarea de trasladar el contenido de una caja a los macutos. Apuesto que nada bueno —le dio un codazo al centinela—. Es uno de esos chicos perdidos de Jersey. No les dimos ninguno. Lo supimos desde el momento en que los P38, los cazas Lighting, aparecieron en nuestros cielos.

Vitoreamos como salvajes y, cuando las balas de Pistol Pete volvieron a chillar, lo maldijimos tan contentos, renovadas nuestras esperanzas.

Se gritaban el uno al otro mientras se frotaban. El joven se rebela y el viejo conserva: ambos avanzan. Apuesto a que ni siquiera ha salido en los diarios. No es mala idea, Indiana. Ni siquiera saben que estamos vivos. Todo el mundo se va a recargar con el aguardiente de la vieja Nueva York. Al diablo con ellos. No voy a desfilar para nadie. En cuanto bajemos del barco rompo filas y me pierdo en la multitud. Imaginad que bajamos del barco y todo el mundo rompe filas y se mezcla con la multitud.

Ah… Me vino a la cabeza, de pronto, con claridad, un uniforme azul de gala de marine. Vi esa hermosa vestimenta. Hasta que lo dejamos, fui «Lucky, el tipo al que su viejo quiere enviarle un uniforme de gala». Todos consideraban a mi padre un tipo cojonudo y a menudo preguntaban por su salud.

Nos vamos a Matanikau para una nueva ofensiva. Se detuvo y nosotros nos miramos detenidamente unos a otros en silencio. No me hagan preguntas tontas. Se dio media vuelta y se fue. Nos desesperamos. La orden no se dio. Nos la dio el sargento Dandy. Era el 14 de diciembre de He comido demasiado. A veces nadar era peligroso, gracias a los cabritos a los que les encantaba arrojar granadas de mano al agua. Subimos a los botes que nos esperaban.

Algunos cayeron al agua, con macuto y fusil y todo, y tuvieron que rescatarlos. El Primero de Marines. Una alegre banda tocaba para nosotros cuando llegamos a los muelles de Melbourne. Nos asomamos a las ventanillas. De repente nos sentimos superados. Entonces abrieron la puerta. Salimos sonriendo, encorvados, con nuestros fusiles al hombro, y pasamos de largo ante las chicas.

La lluvia que los vientos azotaban hacia nuestro expuesto frente no dejaba de mojarnos. Yo estaba solo: Yardas, Risitas, Indiana y el resto estaban de guardia o no estuvieron dispuestos a arriesgarse. La primera fue Gwen. Debe de haber sido terrible. Mi recuerdo de aquella revista es que fue una clara farsa. Uno o dos se agacharon para coger las botellas de sus macutos antes de bajar dando tumbos las escaleras y salir por la puerta para formar delante de la pared del estadio.

Gunny dio media vuelta con afectada gravedad. Tal vez nos dejaron porque los oficiales, de arriba abajo, estaban igual de ansiosos por retozar. Incluso los guardias encontraron sus amiguitas.

La primera semana, sentados a la mesa del piso superior de un restaurante de Swanston Street, descubrimos el vino espumoso.

Es casi lo mismo. Risitas y yo hicimos entrechocar nuestros vasos con la exagerada gravedad hollywoodiense. Molly era diferente. Pobre Molly, amaba demasiado…, demasiado. Yo le hablaba. La fragancia de los eucaliptos en flor impregnaba aquella delicada noche.

No hay nada que podamos hacer. Es la guerra. En cierto modo podemos darle las gracias a la guerra. A Molly le gustaba mi voz, Dios la bendiga.

Kilda, un parque de recreo australiano situado a las afueras de Melbourne, similar a Coney Island, pero no tan escandaloso, no tan cutre. Las chicas australianas son tan directas. Sheila se puso en pie.



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